Escribir desde la enfermedad, desde la precariedad….

Las palabras parecen emerger siempre de un dolor de cabeza. Se sabe que para que resulten precisas se debe dar vueltas sobre el mismo punto hasta la náusea , hundirse en un mar de vocablos con la fe intacta de que encontraremos las palabras precisas que expliquen nuestro sentir, nuestras ideas; y al final puede que no lo logremos. Lo inefable parece siempre bello, alude a un sentimiento de lo sagrado, de lo que desborda la razón y el entendimiento, que está más allá de lo usual y lo acostumbrado o ya inventariado. Es único, particular, especial. Lo ya reconocido por las palabras parece monótono como un matrimonio promedio. Quién suele extenderse en dar explicaciones se arriesga siempre a disipar la atención de quién le escucha. Se puede llegar a perder el amor con las palabras equivocadas y nada exaspera más a los y las amantes que su amor no se consuma sino que se quede en palabras (menos charla más acción). Las palabras parecen insuficientes. Las palabras parecen sobrar, son espacio vacío entre el abrazo febril que se desea. Se calla para percibir, para estar en el presente. Y aún así, las palabras mueven al mundo.
¿Qué tiene un Sacerdote si no son más que palabras ralentizadas y discursos soporíferos? y aún así mueve a sus creyentes. Sabemos que nuestro presidente actual y toda su bancada no son más que una sarta de imbéciles porque no son capaces de emitir un discurso que deje a toda la población tranquila, entre muchas otras cosas más. Las palabras mueven dinero y poder, están cercanas a lo profano. El embelesamiento procede de la retórica. Pero sin palabras no logro acceder a este mundo, que es el suyo. Sin palabras nunca nos hubiéramos conocido. Hay entonces una necesidad de virus, de error, de fatalidad tras las palabras. Con las palabras también ha logrado enunciarse la  elocuencia. Cuán felices son los hombres cuando creen tener las palabras correctas; cuánto brillo, cuánta luz creyó encontrar la humanidad tras ellas. Como ya se ha dicho, las palabras, que son como las células en determinadas culturas, son la puerta de acceso al mundo, y quién cree dominarlas cree tener todas las puertas abiertas; tal  es la presunción de la gente elocuente. Hay quienes entonces se aficionan a las palabras, envueltos de una alegría peligrosa; alcanzan un grado tal de insolencia que llegan a emitirlas como sagradas e indiscutibles. Su palabra está por encima de cualquier cosa y cualquier objeción. Tal ha sido el destino de la gente elocuente, acostumbrada a pensar por encima de… Piensan al filo de la razón, de la inteligencia, de lo ya pronunciado; con su pensamiento deductivo imaginan anticipar lo pensable, dar un paso más allá. Pero parece que es un eterno andar en círculos, un devaneo risible. Aficionarse a las palabras, sobre todo las propias, es peligroso; la razón se compone de palabras, y cuando estas se dislocan, lo hace también la mente. Nadie enferma por falta de razón pero si por su exceso. Y hay quienes se pierden de un modo crónico en este entusiasmo que alcanzan la sed insaciable por el poder, y se pierden así y a los demás en una espiral de maldiciones.
Parece la palabra un destino ineludible, un padecer necesario. Y  al no poder afirmarme como una persona sana, elocuente, fuerte o del todo buena; no me queda más que escribir desde mi marginalidad y precariedad. Pensar desde el error y no desde el acierto, donde cada pensamiento es un atributo del error y no una virtud y acierto de la inteligencia. Tal postura no puede hacer de quién piense una persona honorable ante las y los demás, sino por el contrario un indicativo de cuán equivocada a debido estar esa persona para ser tocada por ciertas lecciones. En tal escenario nacen estas palabras, mis palabras, las de este espacio virtual. Escribo porque estoy al borde del colapso, porque me es inevitable hacerlo, porque he enfermado desde hace tiempo ya y ardo en palabras, porque no tengo nada mejor que hacer; escribo porque ya no tengo la culpa de hacerlo o por no hacerlo mejor, porque no quiero triunfar, ni necesito ningún reconocimiento; escribo en un sentido contrario al progreso, sin aspirar a fijarme en el tiempo, conociendo de antemano el carácter transitorio de todo cuanto me rodea, escribo con palabras etéreas, infectadas de sudor, lágrimas y babas. En este día la tarde ha caído con una luz entre rojiza  y rosa sobre los objetos, me recuerda que todo allá ha colapsado, que la muerte está a la vuelta de la esquina, que es más frecuente el desamor que el amor, que utilizo las palabras para embriagarme, que alguien más tenía que escribir desde la enfermedad pues está será una era enferma.

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